domingo, 20 de diciembre de 2015

Before we go

Una mujer pierde el tren de la 1:30 de Nueva York a Boston, tras lo cual un músico de la calle pasa la noche tratando de ayudarla a hacer que pueda volver a casa antes de que llegue su marido. A lo largo de la noche aprenden mucho el uno del otro y se enamoran.


El roce hace el cariño.

Las estaciones de tren, esos lugares maravillosos llenos de probabilidades casuales que tanto juego dan para explayarse en todo aquello que la ávida imaginación del escritor desee, lugares de transición donde todo vale/cualquier suceso cabe, lo más recurrido es la unión de dos accidentados y necesitados desconocidos que, por unas horas de compañía forzada y conversación subiendo en temperatura gradual según avanza la noche, serán esos íntimos amigos de apoyo sincero a quien confesar los miedos, las penas y las opciones de futuro que se planteen.
Nick y Brooke -Carrie, como prevención de peligro hasta que llegue la confianza-, con sus personales historias como equipaje a cuestas sin maleta, dolor e incertidumbre como típica reseña, atrapados en un andén ya clausurado, que no abre hasta la salida de ese sol que despeje las dudas, anclados a ese pasado que no permite avanzar pues la fantasía de su perfección aún sigue viva en sus cabezas, tiempo para desahogarse, conocerse y ayudarse por parte de esos corazones desolados que encuentran amparo en un extraño que tiende su generosa mano.
Altruismo que se alimenta de una floreciente conversión cuyo progreso es intermitente, no continuo, con escalas de entonado encanto y simpatía, con paradas de curiosidad sostenible, con aportación leve de lágrimas y risas según se tercie y con otros altos menos solícitos, más artificiales, donde se pierde parte del ritmo.
Un “Antes del amanecer” que cambia la loca adolescencia por la responsable madurez, con ese pesado lastre difícil de soltar/arduo de encarar, sutil en sus espacios, sin prisas en su formación, sin desmadre al hacer camino, de atractiva fotografía alentada por la belleza de la nocturnidad urbana neoyorquina; es lenta y cordial en su ascendente calidez y decoro, ofrece amparo y seducción de dos anónimas vidas, cuyas piezas se muestran a cuentagotas para motivar el misterio de una compartida fraternidad que busca profundidad y solidez en su ocasional diálogo, esa ternura de soltar amarras, liberar protección y darse a conocer ante quien es recién llegado, pronto presuntamente ausentado.
Armonía que parte de la bonanza recompensada, y de una frialdad que irá entrando en calor conforme la sentida amabilidad y gratitud dejen paso a la franqueza y seguridad de un refuerzo agradecido, y una novedosa amistad inesperada que dispondrá mucho más.
Chris Evans a la cabeza del relato, al tiempo que combina dicho trabajo con su visión tras la cámara; como protagonista realiza una sensible y emotiva interpretación, que expone sus posibilidades como actor más allá de los golpes y músculos; como director tiene el ojo de filmar acordes encuadres que monta con habilidad para transmitir el mensaje obvio de querencia, gusto y afecto por la pareja recreada -cumple sin complicarse la tarea-, a la par que
interviene en la producción como buen defensor y creyente de sus cualidades; destreza que se ve reforzada por una conveniente Alice Eve que, aunque no es en principio su tipo, logra la afianza de similitud y pericia de ambos juntos en tan afable cuadro.
Afinidad de venta apetecible que, aún atravesando tempos menos meritorios e inteligentes en su elaboración y proceso, logra un discurso de aceptación sencilla y humilde que el espectador recibe con apetencia lograda; son guapos, están solos y en apuros e inician una aventura por superar baches y lograr el objetivo previsto, sólo que la información es poder y, cuanto más contacto comparten, más se transforma la finalidad que les unía para disponer nuevas cartas, en jugada cada vez más personal y sensible.
No es un guión excepcional que eclipse al oído e inmovilice al espíritu, es de alma bonachona que busca refugio y cariño por parte de quien le otorgue una audición sin reproches ni juicios dictatoriales; Central Park station, una música dulce y embelesada y dos extraños individuos lanzados a las fascinantes calles de Manhattan para descubrir de qué son capaces.
Se trata de compartir unas horas, intercambiar lamentos, decepciones y la frustración del momento, ir a ningún sitio para volver al punto de encuentro
con el despeje de esa vía que informa de cómo proceder; no logra grandes cuotas de drama, ni de intensidad ni de motivación pero “Before we go”, antes de que partamos seremos colegas, nos tendremos cariño, habremos pasado un espacio distendido, de tiempo grato, y nos diremos adiós con un beso casto.
Válido por ahora, pero más suerte para la próxima vez, pues el guión necesita más consistencia, robustez y calado; no por más guionistas -cuatro en concreto- es mejor el texto.
Cobijo sin trampas que ilumina la velada con pasión media.
Él había dejado de tocar su trompeta, derrotado yacía en el suelo cuando la vio a ella perder su tren..., y lo impensable se tornó posibilidad de acceso presente.

Lo mejor, la buena voluntad de los dos protagonistas en sus respectivos papeles.
Lo peor, la sinopsis carece de esa madurez de la que pretende hacer gala.
Nota 5,7


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