sábado, 19 de diciembre de 2015

En el corazón del mar

En el invierno de 1820, Owen Chase (Hemsworth) y otros marineros de la tripulación del Essex sobrevivieron en alta mar en durísimas condiciones después de que el barco chocara con una enorme ballena blanca. Owen, obsesionado con la idea de dar caza al cetáceo, se enfrentó a las tormentas, al hambre y a la desesperación.


Mar presente, corazón ausente.


La estructura de planteamiento es obvia y clara, presentación de los personajes, descripción de sus penas y lugares y ¡a la mar!, tormenta a la vista, decisión errónea y aparición de la estrella, ese enorme y magnífico cachalote blanco que inspirará Moby Dick, toda una epopeya digna de Homero; espera que lleva su tiempo y dedicación, con esa tensión inmóvil que va tomando forma y nutriéndose de tanta pausa y merodeo, para la llegada del gran momento con ese temerario enfrentamiento.
Lucha cuerpo a cuerpo, combate cara a cara con el rey Neptuno que pondrá a prueba la fortaleza, valor y resistencia de los asustados miembros de tan arrogante embarcación; ¡silencio!, se oyen resoplidos, la codicia toma el mando de la cordura y la soberbia sobrepasa los límites de una razón humana que aboga por encender la chimenea del maldito cachalote divisado, una posible presa vuelta hábil cazadora, valiente y astuta que sabe defenderse de sus agresores y ganarse el respeto de aquel que tanta obsesión tenía por su carne y aceite.
Y en todo este proceso, la emoción y nerviosismo nunca alcanzan máximos decibelios, la espectacularidad y fragancia de lo vivido y respirado es validez comedida que no explosiona ni inquieta en su consumo, la curiosidad cumple con un relato que no arde de pasión e incógnita por su devenir y desenlace; es pragmática, que no vigorosa, entusiasmo de grado inferior es el que discurre por un mar cuya furiosa tormenta es de corazón bravo y puro, no expuesto con vehemencia y ardor; suplicio sin convicción, conciencia limpia de una historia veraz

que no calienta motores, emplea todos sus remos y saca todas sus fuerzas pero no llega a la cumbre, de “ir donde uno no quiere ir”, pero es destino inevitable a combatir.
Sobriedad narrativa para quien desea adentrarse en lo desconocido, descubrir y conoce lo incognoscible, es innecesario comentar los logros y pericia de un director tan respetado como Ron Howard, es certeza de función magistral y plena exhibición de todas las maravillas que esconde el océano tratadas con cuidado, meticulosidad y precisión escrupulosa pero, incluso la altivez y esplendidez de una arrogante fotografía esperada, bella en su composición, cálida, hermosa y deslumbrante en su puesta en escena, seduce lo justo -como todo lo ofertado- para ser correcta y cumplir, no para llenar el apetito de la ávida audiencia, menos para colmar ese afán de quien es testigo impaciente de una necesidad, no con robustez cubierta, y cuya voz interior, que observa pero no padece, mira pero no se perturba ni incomoda; náufragos personajes, poco sentidos, que confirman que la mirada de tan épica hazaña es menú servido con concordancia, pero sin sentimental ni enérgica esencia.
¡Mayor bravura marineros!, que nos quita el papel principal un fascinante cachalote, que casi logra un tres en raya con nosotros, pero ¡no os preocupéis!, hay que sobrevivir, alguien tiene que ser narrador de tan grandiosa aventura, testigo último de una heroicidad única e irrepetible en la vida donde se
pone a prueba el compañerismo y lealtad de la tropa, donde no se desperdicia nada y donde, el previo de un tráiler que alimenta tu fantasía y ganas, se ve desacelerado y compensado a medias en su grandeza.
Solidez sin efervescencia, un apagado boceto que ni vibra ni hace soñar a quien sentado no se altera, objeciones con derecho a protesta pues, sin fervor, sólo hay visión apagada que no luce, ni cautiva, ni deja la huella buscada; un gladiador que no convence como capitán de mar y lucha, y que queda muy por detrás de la inmensidad solicitada por antemano, para tristeza de un recuerdo que con prontitud olvida.
“Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente- teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesará en tierra pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo que echar fuera la melancolía y arreglar la circulación...”, sólo que aquí no se arregla la resaca de una desilusión que iba en busca de portentosa proeza e intensa acción y se conforma
con un mar fogoso, cuyas agitadas aguas no turban su médula espinal; el libro y tu propia imaginación lectiva inspiran más exaltación que las dos horas de percepción consumida.
En este caso, la realidad y el sugestionado escrito posterior, le dan mil vueltas a lo elaborado y presentado en pantalla.


Lo mejor, la esperanza de quien firma la película.
Lo peor, el desencanto de quien filma la cinta.
Nota 5,8


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