sábado, 7 de noviembre de 2015

Little boy

Años 40. En un pequeño pueblo de EEUU vive un niño de 7 años que padece problemas de desarrollo. Cuando su padre, casi su único amigo, se marcha al frente a combatir en la Segunda Guerra Mundial, el chico tendrá que enfrentarse no sólo a la crueldad de sus compañeros de clase, sino también a la de sus vecinos.



Si Moisés abrió las aguas del mar Rojo por mandato del Señor, ¡quién dice que este chaval no consiga todo lo que se proponga!; “depende de ti creer en lo imposible” y a intentos, motivación y querencia nadie la gana.
La guerra desde el punto de vista de un pequeño chico, que lo único que desea es que su padre vuelva a casa para volver a ser su colega del alma e incondicional compañero de aventuras.
“¿Crees poder hacer esto?”, palabras mágicas, instauradas en la mente de un confiado hijo y hermano, que todo lo pueden, que mantienen incandescente la fe y esperanza de un crío que necesita creer en lo imposible, en la fuerza de su voluntad para conseguir lo que nadie espera, lo que parece inalcanzable, esa inocencia de edad y espíritu que permiten al corazón seguir latiendo con el vigor y resistencia necesarios de estar haciendo todo lo que se puede por cumplir su sueño.
Porque eso es esta película, una fábula encantadora sobre un hecho espantoso vista desde un plano distinto, un acto bélico personalizado en el dolor de un muchacho que necesita pensar, que afirma con rotundidad que todo depende de él, que su ensoñación maravillosa es posible hacerla realidad con su constancia, sacrificio y el cumplimiento fiel de una lista que bien podría ser la misiva de los reyes magos, que prometen traerle su regalo de navidad por adelantado si cumple escrupulosamente lo pactado; porque esto es una asociación de dos, el amigo imaginario y el chaval terrenal donde, si uno cumple lo estipulado, sólo hay que esperar, sin desesperar -bueno, sólo un poco para recrear mínima tensión-, a que el primero haga su nunca-prometida parte.
Porque es cine, es entrañable invención, fantasía creada para agradar y enternecer, volver a la infancia y rememorar cuando se creía que podías volar como Supermán, que tu padre era poderoso pues lo sabía todo, que tu hermana había cogido las paperas con tú sólo desearlo y que podías conseguir engañar a tu madre si te lo proponías.
Porque son muchos los directores que han utilizado acontecimientos históricos, donde reina la muerte como abanderado de su recuerdo, para reflejar una personal historia encubierta que nos tralade a revivir tan catastrófico momento, con la ayuda de los sentimientos individuales de sus protagonistas; su felicidad, su desgracia, su pérdida, su encuentro, un trágico drama con la delicadeza ingenua de la mirada de un pequeño jovenzuelo, grande de coraje, que hace lo que únicamente tiene sentido para él, aunque sea el hazmerreír del resto del pueblo.
James Cameron y su legendaria historia de amor del Titánic, Roberto Benigni y su ternura para encarar la estancia en su despiadado campo de concentración nazi, Amenabar y su tsunami, Pearl Harbor, conquistar el Everest y demás catástrofes graves o combates mundiales a lo largo de nuestro pasado; en esta ocasión, Alejandro Monteverde escoge la 
Segunda Guerra Mundial y la deleznable bomba de Hiroshima para recrear un idílico pueblo, de candorosa fotografía -que ninguna tarjeta postal podría superar-, con su creyente comunidad siempre férrea y patriótica y un destacado miembro, corto en altura/inmensurable en ilusión que se tiene que enfrentar al bulling de sus compañeros y a la partida de su único y verdadero soporte y amigo, su padre.Y se añade música sutil que aderece con rectitud, y se acople con oportunidad conmovedora a las escenas según convenga sonreír, llorar, añorar, conformarse o luchar, diversas fases que toda correcta invención debe poseer para cautivar, según momentos, al espectador.
Y esta sencilla, aunque excesiva en su duración, narración logra cumplir los requisitos, te conmueve, ablanda, relaja y acomoda en esa modélica estancia de emotivas interpretaciones, sentidas con calculada perfección, y su benévolo colorido que habla con amabilidad serena, que expone con ingenua belleza y muestra una leve maldad que ofendería al propio satanás por su miseria de exposición sin consistencia, para relatar esa parábola que dice que los sueños posibles son, que creer es poder, que la voluntad mueve montañas y que el valor no tiene freno ni 
medida cuando habita en la esencia de un inesperado héroe, cuyo diminuto tamaño no le quita de ser el más grande y valiente de todos los presentes.
Relato moralista que transmite valores humanos, siempre puros y religiosos, que busca el cariño, simpatía y adhesión de la audiencia, adrezo bonachón y cordial, de estampa glorificada, para la formación de esa afectiva lágrima que tanto se busca provocar; con los más sensibles la tarea resultará fácil y hecha, el resto observará las peripecias de esta David, que no cuenta con nadie para combatir a su Goliat, con calidez de sentimiento afín pero sin vivirlo intensamente pues se fuerza en imponer, en demasía, la pena, lloro y lamento que siempre le acompañan.
Little boy, pequeño chico, tu esfuerzo se considera y agradece, cosa aparte es que surgan las sensaciones debidas que se estimulan con descaro y manipuleo, sensiblería en abundancia hace que su recepción pierda la emotividad que tanto mana, que no participes de su increíble posible, que no te integres en su creencia, que se reduzca a querida y cálida historia aunque limitada en su nutrición.

Lo mejor, su incombustible bondadosa aúrea.
Lo peor, nunca llegas a sentir o creer que puedas mover montañas.
Nota 5




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