sábado, 3 de octubre de 2015

La visita

Una madre deja a sus dos hijos en la remota granja de sus abuelos, en Pensilvania, durante una semana. Los niños descubrirán que la anciana pareja está metida en algo profundamente inquietante.



“Hay que reír para encerrar a la oscuridad en una cueva”, una oscuridad no tan negra ni horripilante como se esperaba, entregada de forma comedida y ralentizada, tomándose su tiempo y sin caer en la precipitación de aventurar los hechos, serenidad de pausa donde, cada inhóspito nocturno imprevisto, encuentra su posible racional explicación a la luz del amigable día para llegar a esa fatídica última noche donde, nos dejamos de juegos, y la verdad toma posesión de la velada a manos de unos peculiares abuelos cuya cabeza no parece estar en su sano juicio, ni en su correcto sitio.
M. Night Shyamalan toma posesión del arte innovador, a estas alturas excesivamente explotado, de poner la cámara en manos de sus personajes e incluir, al espectador, como un participante más de toda la loca revuelta, indagar dia a día, con esas noches extrañas y espeluznantes, quiénes son estos desconocidos yayos recién descubiertos, toda una semana por delante conducida con tiempo y sutilidad, ofreciendo gotas de esas rarezas subyacentes que desaparecen con la claridad y protección del alba y que, vuelta la penumbra nocturna, atacan y obsesionan por no enteder su por qué ni confiar, del todo, en la aclaración dada.
Terror psicológico suave, humilde y muy escaso, que siempre deja a la audiencia a la espera de hacer cumbre, de ese estallido de gran explosión que nunca llega y que, cuando lo hace, apenas sacia, dosis esparcidas que se saborean gustosamente a primer relámpago pero cuya apetencia se desinfla por no seguir su estela, por moderarse y frenar la marcha; muestra y corta instantáneamente intentando que se acumule el interés y desasosiego del asistente hasta ese resolutivo acto final, propósito que logra en parte pero no con el carisma e ímpetu debido pues no da pavor ni escalofrío, la duda crea expectación por ver por dónde saldrá, leves sustos esporádicos que no aportan sensación mayor, ni adrenalina añadida.
Esa seguridad de revelación conclusiva donde se estapan las cartas, quitan las caretas y cada cual actúa según su papel, da para interés descriptivo adecuado y conciso -según ese cierre emotivo de enseñanza a recordar- pero ¡tampoco es la panacea del mencionado terror!, de lo desconocido e irracional, más bien se une a la lógica desvariada de quien se mueve según su perturbada mente.
“Nunca guardes rencor a nadie”, sermón instructivo de una arrepentida madre a su inocente hija, modestia y recogimiento de relato, sencillez de composición, veracidad de conclusión para la última incursión de un director que tiene tantos éxitos como fracasos, espléndidos aciertos como logrados fiascos; en esta ocasión, no hay pánico ni miedo ni entrecortada respiración, sólo curiosidad por descubrir que lleva a estos dos ancianos a comportarse como dementes chalados; acompañas, durante cinco días, a estos hermanos en sus vacaciones esperando, con insistencia, un poco más, ¡bastante más!, de espanto y atrocidad que colme tu necesidad no cubierta.
Prudente, esquiva y pudorosa, enseña poco para que tu imaginación crezca y contribuya a crear las restantes expectativas, atenta discreción que no tiene en cuenta tu escasa colaboración para con tal arte, no dejas de observar, de caminar junto a la joven pareja pero, su tránsito de la bendita ignorancia al sufrimiento de la realidad revelada no confirman ese deseo, no saciado, de asustar e intimidar.
Como constante pensamiento, que se instala en tu cabeza, tenemos la afirmación “¡están como una cabra!”, lejos del sentimiento de estupor y horror buscados, distancia marcada por provenir de rutas de origen distinto, una reflexiva/la otra emocional; te instalas en la primera/apenas rozas la segunda, se consume con ánimo e incógnita de lo que solventará pero ¡poco más! 
Es cómoda y breve, llana en su intensidad, alicientes que dan para pequeños sobresaltos de una historia cuya aventura resulta inofensiva, su inquietud no alcanza grandes decibelios ni se adentra, en demasía, en la perversidad, nunca llega ¡al colofón! que se presumía y vendía.
Pasatiempo que, ocasionalmente, afina su puntería provocando turbulencias espontáneas que, en conjunto, no cubren la demanda.
La visita, en su maldad, no ha resultado incisiva, absorbente ni complaciente; vale como complemento anecdótico, no como gran historia de terror y suspense.




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