miércoles, 14 de septiembre de 2016

El rey del Once

Ariel cree haber dejado atrás su pasado, distanciado de su progenitor, tras construir una nueva y exitosa vida como economista en Nueva York. Llamado por su padre, cuya misión en la vida es dirigir una fundación judía de ayuda Y beneficencia en el barrio del Once, vuelve a Buenos Aires. Allí conoce a Eva, una mujer muda e intrigante que trabaja en la fundación.


Diez son comunidad, si falta uno voy yo.

Balvanera, conocida como El Once, es la mayor zona comercial de Buenos Aires, un organizado desastre que funciona, un equilibrado caos de tráfico desbordante que sale adelante sin entender cómo ni por qué, informal mercado de venta, un poco de todo, a todos los niveles, donde varias culturas conviven en angustiosa y enredada comunidad de vecinos, no sólo judíos -mayoría-, también árabes, peruanos, bolivianos, coreanos, chinos..., formando un exclusivo conglomerado de artístico entendimiento, donde hay que saber buscar para no hacerse un lío y encontrar lo querido a buena relación calidad-precio; nombre que proviene de la estación de tren “Once de septiembre” de la zona, supongo que habrá que ser de allí, haberlo pateado en persona para hacerte aproximada idea real de lo que se habla.
Daniel Burman trata de comunicártelo, de que lo entiendas, de dártelo a conocer desde sus entrañas, desde ese economista, de vuelta temporal a casa, que no logra ver a su padre, sólo hablar con él por teléfono; una semana para recordar y resolver rencores con uno mismo, disgustos que pesan a pesar del tiempo y que han formado el carácter frío y ateo de quien no cree en nada.
Como espectadora estás perdida y confundida, atropellada en la ignorancia, tanto o más que el protagonista; caminando de su mano descubres, averiguas, experimentas y te integras en su corazón loco, de humanidad desbordante; hay mucho que decir, tanto más que arreglar, pero sigue desaparecido el padre, sólo es una voz solícita al teléfono.
Intimidad colectiva, de distracción desigual, que demanda tu atención ligera y curiosidad leve para aspirar su dolor y modo de relacionarse; tras un torpe comienzo, empieza a tomar forma, todo se supera y desenreda, su alma por fin se muestra
accesible y Ariel ya no es un novato en recordada tierra, sino experto en los tejemanejes de este peculiar y malabarista grupo, unido y dependiente.
Ochenta y un minutos para desmenuzar, saber y cogerles cariño, simpatía de destartalado entuerto que te parte, con emoción y gusto, en ese cálido abrazo, de vuelta grande a los orígenes del buen saber hacer de Burman, y que tanto se echaba de menos; de veracidad anímica, humilde y breve, pero con lo suficiente para que captes su transformación y enlaces con su renacer escogido.
En España, el rey del Once te haría pensar en algo muy distinto, en juegos de azar para hacerse millonario y cumplir los sueños; Ariel -Alan Sabbagh- también los cumple sin darse cuenta, pues se rompe la tirante barrera paterno filial y se reconcilia con esa angosta figura, que cumplía con todos menos con su hijo.
..., y por fin se le ve, aparece el padre, y el hijo encuentra, y se encuentra a si mismo, y todo a su sitio.
Galletitas con dulce de leche son su pasión, gusta más de los preparativos que de los eventos, y
desencajado observa, y desencajada aprecias y le miras pasar de recadero forzado a organizador altruista, a ser el nuevo jefe, el rey del Once.

Lo mejor; su humanidad y fotografía callejera.
Lo peor, no valorar su sencillez de contacto y andadura.
Nota 6,1


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