jueves, 8 de septiembre de 2016

La noche que mi madre mató a mi padre

Isabel se debate entre la necesidad de sentirse valorada como actriz, sus inseguridades, su temor a envejecer, su coquetería y sus contradicciones. Una noche, es la anfitriona de una cena muy especial: su marido Ángel, que es guionista, y Susana, la ex-mujer de Ángel, y directora de cine, quieren convencer al actor argentino Diego Peretti para que protagonice una película. Pero en un momento dado ocurre algo inesperado que sorprende a todos y perturba la velada.


Teatro, con cena gratis.


¿Qué ocurrencia idear para demostrar que, como actriz, eres ideal para un papel?, ¿cómo engatusar al director, en edad complicada, y con la joven competencia pululando sin tregua?, más cuando, en este caso, es el marido guionista el que ¡decide dicha suerte!
Belén Rueda como diva de una cena con muchos frentes, tanto de sangre fría como caliente, todos ellos tenues pues, únicamente en aisladas escenas, de sentencias concisas, logra dar en el pleno de la gracia efervescente y el enredo malicioso.
Su psicótico objetivo, de turbulento desastre como estandarte, sólo se logra hacia la recta final de la cinta, cuando realmente se disfruta del despropósito y la barbarie; organizado frenetismo cuya convivencia es una mentira de verdades ocultas y anhelos no manifestados, tropiezos continuos para llegar a disparatada meta, cuya tirante ejemplaridad no acaba de romper esquemas hasta veinte minutos de su resolución, donde se opta por la explosión incandescente en subida acelerada, la que sea.
Los planes de la formal cena se tuercen, la comensal presidenta debe demostrar su valía y habilidad en la profesión escogida, con más problemas de lo previsto, pero el misterio es adivinable, el truco muy perceptible, un desenvolverse correcto, con mínimos
grados de alcohol, y la opción de clausura, locura caótica donde cabe cualquier cosa.
Teatro dicharachero, que cuenta con escurridizos minutos de chispa y complicidad, estrés post traumático de chifladura en elevación póstuma, pues ya puestos, alguien tiene que morir ¡según el título!; con inicios apetitosos, aunque poco creíbles, hace gala de una falacia compulsiva leve, con aspiración a pleno, que se retrasa en eclosionar; todo vale cuando la orquesta calla y hay que resolver el entuerto a lo grande, ya sea exagerado, desmesurado o descabellado, alternativa donde la imaginación manda pues, se puede mover al muerto, resucitar y volver a matarlo cuantas veces haga falta.
Estupendo elenco de actores, donde la sabiduría interpretativa de Eduard Fernández siempre es un
seguro de compenetración y apego, que se refuerza con la simpatía de María Pujalte, excelente secundaria, y un Ernesto Peretti como toque exótico venido de fuera; Belén no es intérprete de mi gusto, incluso cuando su actuación es buena, siempre le encuentro carencias comunicativas respecto al personaje, frialdad escénica que impide esa necesaria simbiosis que te permita disfrutar del personaje; para el caso, no varía mi opinión, aún admitiendo el esfuerzo y voluntad que siempre le echa.
Se ve con gusto y comodidad, puede que con excesiva relajación pues, durante largo rato te preguntas dónde está la tensión del atropello y, sobre todo, cuando será sentida, no únicamente
recitada de palabra; los diálogos se acogen con retintín y simpatía de amigable jaleo pero, no es hasta el comodín de la bomba y el recurso del desquicio caótico donde por fin participas, ya no únicamente escuchas.
Lioso thriller de ases guardados en la manga, que no capta tu fascinación como experto mago en la materia, el espectáculo entretiene, va y viene según interés del parlanchín de turno; sus malabarismos acechan con ganas en el postre, incluso se abusa de la insistencia en el mismo, los entrantes abrían buen apetito pero, la conversación del primero y segundo plato ha sido amena pero plana, nada engañosa, de demandado fervor en espera, de quien juega al tres
en ralla y, harto de su artificial impericia, opta por hundir la flota.
“La noche que mi madre mató a mi padre”, o su marido al de mi hermanastro, o el susodicho al de mi otra hermana, o a quien se tercie cuando se quiera.
Agradable, dicharachera, cómica, más de habla que de efecto, no logra emborrachar, más bien entornar, donde todo el follón final es recurso de pasatiempo divertido por sus buenas intenciones; locura mareante, sinsentido, de inocencia perversa, es un buen sabor para el cierre.
Hospitalidad que no desborda en sus ocurrencias, pero distrae con salero y arte.

Lo mejor; un Billy Wilder español, de considerado aprecio.
Lo peor; no hay risa espontánea, únicamente sonrisa generalizada.
Nota 5,7


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