sábado, 22 de agosto de 2015

Sin hijos

Gabriel está separado hace cuatro años. Desde entonces Sofía, su hija de ocho años, es el centro de su vida. Negado de plano a intentar una nueva relación amorosa, Gabriel vuelca toda su energía en su hija y en su trabajo. El idilio padre-hija se ve conmocionado por la aparición de Vicky, amor platónico de la adolescencia, transformada ahora en una mujer hermosa, independiente y desenfadada.


Comicidad vivaz en solitario/fogosidad arrebatadora en pareja, beneficio de felicidad en ambos casos pero, siempre por separado, ¿cómo implantar la susodicha fortuna, en unión bendita, del uno con el otro?, ¿la pasión del torrente sexual, con la dicha de la ternura parental?, ¿por qué tan difícil amoldar, el deleite de ese enamoramiento que altera tu existencia, con esa devoción intensa y eterna de por quien darías la vida?, ¿ese hermoso desvarío, de adoración en aumento, junto a ese soberbio querer infinito de quien es parte tuya?, ¡si todo es amor!, ¿cierto?
"¿Te gustan los niños?", pregunta recurrente, muy utilizada hacia el género femenino, como señal de acusación según postura elegida, y también impertinente de quien cotillea, con simpatía maliciosa, por molestar e incordiar con el permiso de la sociedad; dime, en concreto, que niño y te diré, con sinceridad, mi gusto o aversión por el mismo, respuesta correcta, que no social ni educada según ambientes en los que te muevas, que intenta particularizar, con honestidad, ante la ridiculez y confirmado error de cualquier generalidad.
Porque las fobias son para los genéricos, las masas de cantidad que meten a todos en el mismo cesto, la concreción con conocimiento individual, del trato personalizado permite ver cuando sólo se ojeaba, escuchar con atención y saber, con detalle, de esa meticulosidad que diferencia y especifica al individuo del grupo.
"Cada vez que te veo, te quiero cagar a trompadas", realidad de un rencor guardado, manifiesto a cada contacto, que se suaviza con la cercanía, la intimidad, las circunstancias y el entendimiento desde otro lado, porque caras hay varias, esquinas las que se quiera y medio mentiras inofensivas, para no hacer daño y salir del paso, que hieren cual afilado puñal sin compasión ni retroceso, ¡a tutiplén!, tantas como motivos e invenciones para ese necesidad manifiesta de conservar la ventura hallada, si puede ser, sin lamento.
Porque es una estupenda comedia, porque es un sentido drama, porque se saborea el romance, porque el dolor agria el carácter, porque gusta el ambiente y sus escenas, alegría y temor, caos y diversión, lágrima y esperanza de afinidad y terapia, la que sea, aunque se hayan probado todas, para lograr la mezcolanza de lo amado y deseado, por confuso disparate, aún separados.
Porque vende a su hija por lujuria, porque su conciencia no descansa, porque desmonta su encajada vida, porque necesita espacio, porque está agotado de tanto ajetreo, porque la locura le alcanza dejándolo sin aliento, porque demanda solicitud de cambio y avance que, con sorpresa inesperada, ponen una sonrisa en su radiante rostro, que inundan su corazón de bienestar pleno e ilusionan, a su alma, con una embriagadez suprema extasiada porque no puede más, pues al límite está, pues se ha lanzado sin aviso, precaución, protección ni salvavidas, y porque también van incluidos en la carta la tensión, los nervios, el miedo, temblor y cansancio de intentar combinar todo sin pretender que se entere la otra parte implicada, equilibrista novato, de días de plenitud contados, para que todas las bolas, sin remedio, se derrumben, encuentren y mezclen con esperado arreglo.
Festiva, alegre, dulce, bonita, un encanto de panorama, para una sociable fábula, sobre príncipe con hija que encuentra a una dulcinea sin apetencia de compañía extra, guión extrovertido, de seductor toque argentino, para una pareja deliciosa -no tanto la debutante cría- que se avienen espléndidamente en su juego de compartir pantalla; demostrado talento, de Diego Peretti, para la tragicomedia, reforzado con la absorbente firmeza de Maribel Verdú, esa serenidad y seguridad de quien lleva años luciendo su arte y palmito sin una queja, compenetración exquisita de un argumento confeccionado para gustar que, sencillamente, consigue su propósito.
Cordial, humana, llevadera, ágil y ligera, toca cada tecla con determinación para realizar esa parada, de tiempo suciente, que facilite aspirar su aroma, saborear su destreza y disfrutar francamente; es satisfacción lo que se busca, un espectador contento por la opereta orquestada, todo ello con inteligencia, 
habilidad y gracia, chispa de condimentos que traen prosperidad al plato servido y bonanza al comensal que lo degusta.
Sin hijos, pues estos "son la prisión de la gente libre", vas a salir risueño, complacido y con la maravillosa sensación de haber empleado tu tiempo con total acierto, entusiasta, encantadora, júbilo de enamorarse de sus 100 minutos y de su íntegro alborozo; ni siquiera apetece ponerse a rebuscar en sus quiebros, reparos y pormenores más débiles, encandila y agrada y, si vez el panorama de lo ofertado en los últimos tiempos, es tesoro a apreciar, abrazar y recordar con gratitud honesta.
Gracias Ariel Winograd, Mariano Vera y Pablo Solarz, no es nuevo, no innova, es clásico de los cuentos románticos pero, has distendido tus preocupaciones, aliviado la carga del día presente y ¡qué puñetas!, lo has pasado bien.
Logra endulzar el ahora, cuya grata razón, se relaja y acomoda; ¡chhssss....! Silencio, que va a empezar.



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