miércoles, 30 de marzo de 2016

Nadie quiere la noche

Josephine, una mujer rica y culta, inicia una expedición al Polo Norte para reunirse con su marido, el explorador Robert Peary. Durante el viaje se encuentra con una humilde mujer esquimal. Pese a sus numerosas diferencias culturales y personales, ambas tendrán que unirse para poder sobrevivir a las duras condiciones climáticas de la tundra.


“Hijo de dos madres” y una cabeza pensante.

La fotografía abre el telón, inicia el paso, se alza enérgica, se muestra valerosa, es una bella y pasional dama, lustrosa, peligrosa y cautivadora que hipnotiza y enamora con su sola presencia, con ese majestuoso acompañamiento de una entera, sobria y robusta Juliette Binoche quien deslumbra serenidad, miedo y fortaleza entre tanta poética y sublime helada naturaleza.
Atractiva crueldad que intercede entre sensibles sentimientos de rechazo, amor y respeto, impredecible agresividad que fascina y enloquece, seduce y encumbra tu deseo por ella, por ese tormentoso anhelo de su contacto, por esa imperiosa necesidad de su tacto, hermoso salvajismo, de cabal y fiero diálogo, que refuerza la espléndida y mimada observación de una complacida mirada.
Un inmenso blanco, demoledor y perpetuo que lo devora todo, y el invierno acechando y amenazando unos disciplinados planes que no se cambiarán, por cabezonería y orgullo de una titular que tiene fijo su destino; ansiosa intrusión de una rebelde invitada

que no respeta las normas de su permisivo anfitrión, que marcará cómo se hacen las cosas en sus dominios, en esa electrizante hazaña de alto coste y asoladas consecuencias en su dolorosa gesta.
Minuciosa postal de inconmensurable sacrificio, de heroicidad penetrante, de un acaudalado drama de aventura magistral, entre dos inhóspitas mujeres que lograrán una superviviente unión de necesidad y apoyo mutuo, donde todo cambia de importancia y sólo la persona destaca; humanidad de franco extremismo que ralentiza el pulso cardíaco y enmudece al alma, que escucha y capta la lealtad de generosas hermanas que se vuelcan la una con la otra.
“Si no hay camino, abre uno” e Isabel Coixet sabe perfectamente dónde lleva, cómo ir y cómo lograr su medido pleno, esa evidencia de confianza de quien lo tiene claro y lo maneja todo con decisión imperiosa para conformar una espléndida labor, de minuciosidad exquisita, donde se suplica por esa
necesitada salida del sol que supere una oscuridad acechante y castigadora, que por nunca jamás podrá olvidarse pues fueron ricas, sorprendentes y eternas las emociones allí descubiertas.
Es mimética y aguda, eclipsa las impresiones de tal manera, y a sabia conciencia, que es imposible no sentir y pausar una mente que consume con gusto, a mantel puesto, este menú de varios tenedores para una estrella francesa pues, sin duda alguna, ésta destaca por encima de todo en este épico trabajo de tenebrosidad floreciente, de solemnidad en su compás regio que capta cada instante con opulento goce, para sabor deleitoso de una audiencia agradecida.
“Hice míos sus sueños y olvidos los propios; o puede que nunca los tuviera”; poco más que decir para un conjunto que luce sus virtudes con elegancia y
prestación de saberse realizada, con aptitud y eficacia, en cada una de sus acciones.
“Nadie quiere la noche” pero esta desfila, en su insondable finitud, magnífica y sanguinaria, letal y suntuosa, excelsa y aterradora, convincente escultural asesina de sangre fría e imperdonables vientos que atacan sin concesión ni miramientos.
No te protejas, no dudes, no la rehuyas, deja que te abrace y te hiele, al tiempo que arde en tu esencia pues, asfixia lentamente para dejar ese mínimo hálito que permita su lectura, asimilación y captura.
Impacta en su viaje, magnetiza en su supervivencia, colisiona en ambas etapas.


Lo mejor; Juliette Binoche arropada por una impresionante fotografía.
Lo peor; la escasa distribución en las salas del cine.
Nota 6,6


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