jueves, 11 de septiembre de 2014

Calvary

Un cura, un pequeño pueblo, sus feligreses y todo un calvario de siete días por delante, penitencia de intentar ayudar, guiar y consolar a una variedad de personajes a cual peor, emblema de sufrir y soportar en silencio las ofensas de sus pupilos, de perdonar y aceptar su destino.
La película es Brendan Gleeson, su magistral, serena y profunda interpretación, esponja que va absorbiendo la ira, rencor y desprecio de sus vecinos, heridas que sobrelleva con pesar, resignación y calma reforzado con una precisa dirección de John Michael McDonagh que sabe manejar la cámara con diestro acierto y puntual arte y una bella, sobrecogedora fotografía del paisaje irlandés, de sus hermosas vistas y su subliminal impresión.
Empieza con fuerza, carisma y emoción, esperanzada actitud de encontrar un relato intenso, absorbente, de atrape forzoso y placentero, cuenta con diálogos mordaces e irónicos de sabia inteligencia, sorprendente humor negro proporcionado a cuentagotas con más propósito que acertado efecto, ofrece una versión reducida de un pequeño rebaño dañino y feroz que ejerce su maldad sobre su guía sin pausa, miramiento o consideración y un final igual de portentoso e impactante que su inicio.
Lo que pasa durante su recorrido, el efecto manso, de cansancio y pesadumbre que aporta su visión no tiene perdón por mucho que se sea amable, considerado y se quiera poner la otra mejilla.
Ver a este singular mesías aceptar con devoción su evitable final, a un representante de Jesús sufrir su propio castigo con dignidad, aguante y enorme soporte, jugar al Cluedo con sus mezquinos vecinos e intentar descubrir a Judas no tiene el interés ni el fervor esperado, lo único que ofrece son paseos y visitas de nuestro callado héroe a sus incorregibles y perdidas ovejas, conversaciones aisladas sin conexión o seguida que proporciones una trama eficaz y atractiva, extravagantes personajes representación del infierno en el que vive nuestro santo y devoto pastor que no son desarrollados con valentía, osadía o seducción, con el ardor sediento de sangre que se quiere dar a entender, una mini Jerusalén irlandesa con sus endemoniados habitantes, anhelantes buscadores de dolor y odio, ejercidos mandatarios del mal, predadores portadores de rabiosa sed, títeres de la rodeada tentativa de Lucifer a nuestro ángel no caído ni desfallecido quien es consagrado estandarte del comprender, exonerar y recibir sin juicio de valores, de sobrellevar con dignidad y coraje el ataque despiadado de estos pequeños diablos, falsos corderos disfrazados y necesitados de imperiosa ayuda..., ni cautiva ni impresiona, ni alecciona ni despierta la atención y el apego debidos.
Acaba lo empezado con energía y pasión pero el intermedio de su recorrido es apagado, poco deslumbrante y apenas incitador, fustiga y llama a las puertas de la pederastia en la iglesia sin entrar ni avanzar, un roce sin energía ni entusiasmo que caracteriza su visionado medio, un martir que se gana el cielo de conmoción tenue y sabor poco complaciente nada subversivo, la sentencia dictatorial de San Agustín que abre con contundencia el relato ofrece poca gratitud en su consumo, práctica que no explosiona la intensidad de su magnífica teoría.
Conducción tranquila y reposada sin acicate ni rebeldía, ni sumisión ni sentencia que levante pasiones o escándalo, observación apacible y tibia sin implicación o sustento motivador ante la ardua y dificultosa subida al calvario de nuestro nazareno anónimo.
Entrante y postre magníficos, primer y segundo plato moderados.



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