sábado, 16 de mayo de 2015

Timbuktu

Año 2012, la ciudad maliense de Tombuctú ha caído en manos de extremistas religiosos. Kidane vive tranquilamente en las dunas con su esposa Satima, su hija Toya e Issam, un niño pastor de 12 años. Pero en la ciudad los habitantes padecen el régimen de terror impuesto por los yihadistas: prohibido escuchar música, reír, fumar e incluso jugar al fútbol. Las mujeres se han convertido en sombras que intentan resistir con dignidad. Cada día, unos tribunales islamistas improvisados lanzan sentencias tan absurdas como trágicas. El caos que reina en Tombuctú no parece afectar a Kidane hasta el día en que accidentalmente mata a Amadou, un pescador que ha acabado con la vida de su vaca favorita. Ahora debe enfrentarse a las leyes impuestas por los ocupantes extranjeros.


¿Has leído la sinopsis?, ¡pues eso es todo!, resumen conciso de lo que hay, ni más ni menos; amén de muchos halagos, bienintencionados y condescendientes, por ser una modesta película, echa con mucho esfuerzo y osadía, pero que falla en su encanto y seducción para dialogar con el oyente, quien sólo se emociona ante esa espléndida fotografía de un desierto árido, caluroso y hermoso que ofrece un ritmo pausado, lento y delicioso, con su propia armonía excelsa, donde el peligro, riesgo e incertidumbre se unen a la belleza, la vasta inmensidad, la tranquilidad suculenta, seca, el distendido deambular con un sentir, escuchar, verificar el silencio y la maravilla de no tener prisa pues, el tiempo no importa/el espacio no tiene vallas, pero donde el resto, ha pasado al olvido de la desgana.
Magnífico colorido, de gran atractivo visual que envuelve esta Mauritania dominada por la sinrazón y trágico despropósito de quienes hablan en nombre de la religión, moral, virtud y decencia, jueces dictadores de su propia mezquindad y horror, humillación de una ley impuesta a base de amenaza, rifle, latigo y muerte a una población que sólo quiere hacer su vida, ver crecer a sus hijos, charlar con los amigos y disfrutar de su relajada y plácida, a la vez que dura y desolada, existencia.
Y, a partir de aquí, viene el dilema pues, si vuelves a leer al argumento, estarás de acuerdo con él, también con las alabanzas referidas a la plasmación 
estética y atrevida de dicha realidad, un meritorio trabajo realizado por Abderrahmane Sissako a la hora de ser sincero y verídico en el sinsentido, extremismo y desfachatez de una imposición extremista a las que, héroes anónimos, deben hacer frente cada día y bla, bla, bla..., pero, con la misma honestidad, existe una gran tendencia al abandono inconsciente, a la apatía auditiva, al aburrimiento involuntario, a perder el interés de lo narrado, su propósito y estela, incluso te obligas a prestar más atención de la que tu mente está dispuesta a ofrecer, te disciplinas para evitar cerrar los ojos de cuando en cuando, te reprochas por distraerte con cualquier pensamiento que roza, brevemente tu cabeza, dada la escasa captación de lo ofertado, en un debate autoimpuesto de recriminación por no vivir tan espléndidamente -ni fingir, la verdad- esa maravilla manifestada por otros, por no saborear la importancia teórica de lo exhibido en una práctica inapetente, insostenible y poco agraciada.
Lo primero que se enseña un político es el poder de la oratoria, la fuerza de una potenta y bien estructurada retórica que convenza, atrape y guste, no importa el mensaje; aquí, ocurre justo lo contrario, un mensaje loable, vigoroso y valiente que se pierde, por su camino, al no encontrar ese puente de comunicación entre el ávido espectador, a la espera de su sabiduría, y unos fotogramas que transcurren sin pasión, con parsimonia, pesadez y poca inteligencia para involucrar al público deseoso y, con respeto, un poco excesivas las alabanzas vertidas a favor de ella que llevan al interrogante confuso, para quien se fío de ellas para elegirla, porque, todas muy meritorias y merecidas en el plano técnico, expositivo y ocular pero, el cerebro queda desamparado y desnutrido ante la sucesión de escenas que no despiertan curiosidad, que son un desfilar repetitivo de lo ofrecido los primeros diez minutos y que no avanza en emoción y desasosiego, sólo un triste mirar melancólico, decrépito y arduo que lleva a desviar la vista de la pantalla para buscar, por otro lado, el alimento no aportado o, simplemente, sucumbir a la dejadez y descuido.
Es de esos casos que, parece de vergüenza admitir tu indiferencia hacia lo observado, a pesar de la importancia de lo contado, pues se sufre un abandono cognitivo y ausencia afectiva que nunca debería surgir, dada la riqueza del guión y el estilo direccional, pero que supone el desfallecer anímico, sugestivo y reflexivo de un intelecto, dejado al olvido, que observa como únicamente se nutre la visión, y le  dejan, a él, huérfano y falto.
Es sencillo, un profesor debe saber inculcar a sus alumnos la pasión por su clase, aleccionar a sus pupilos a seguir la lección, instruirse de sus palabras y desear que el reloj detenga su camino ante el disfrute y admiración de lo expuesto, aquí, el director, satisface una parte/deja coja a la otra, un ying/yang que no se complementa, hecha un pulso con su hermana de aventura ganando, lamentablemente, quien no se quiere ni desea.
Insípida y desaborida, pierde todo su efecto al no saber comunicar, con perspicacia e ingenio, su atrevida y potente historia; brillante desolación artística que arrasa y deja necesitada a la razón y a su amado compañero de fatigas, el sensible -aquí depuesto- corazón.